Cristo
selló con su sangre un pacto nuevo, a saber, el Nuevo Testamento (1C
11,25), lo estableció convocando un pueblo de judíos y gentiles, que se
unificara no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera el
nuevo Pueblo de Dios...: un linaje escogido, sacerdocio regio, nación
santa, pueblo de adquisición..., que en un tiempo no era pueblo y ahora
es pueblo de Dios” (1P 2, 9-10).
Este pueblo mesiánico, por
consiguiente, aunque no incluya a todos los hombres actualmente y con
frecuencia parezca una grey pequeña, es, sin embargo, para todo el
género humano, un germen segurísimo de unidad, de esperanza y de
salvación. Cristo, que lo instituyó para ser comunión de vida, de
caridad y de verdad, se sirve también de él como de instrumento de la
redención universal y lo envía a todo el universo como luz del mundo y
sal de la tierra (cf. Mt 5,13-16)... Dios formó una comunidad de
quienes, creyendo, ven en Jesús al autor de la salvación y el principio
de la unidad y de la paz, y la constituyó Iglesia a fin de que fuera
para todos y cada uno el sacramento visible de esta unidad salutífera.
Esta
Iglesia, debiendo difundirse en todo el mundo, entra, por consiguiente,
en la historia de la humanidad, si bien trasciende los tiempos y las
fronteras de los pueblos. Caminando, pues, en medio de tentaciones y
tribulaciones, se ve confortada con el poder de la gracia de Dios, que
le ha sido prometida para que no desfallezca de la fidelidad perfecta
por la debilidad de la carne, antes, al contrario, persevere como esposa
digna del Señor y, bajo la acción del Espíritu Santo, no cese de
renovarse hasta que por la cruz llegue a aquella luz que no conoce
ocaso.
in evangelhoquotidiano.org