Esa
es mi oración; pido a Jesús que me atraiga a las llamas de su amor, que
me una estrechamente con él, que sea él quien actúe y viva en mí.
Siento que cuanto más el fuego del amor encenderá mi corazón, tanto más
diré: “Atráeme”, cuanto más las almas se me acercarán (pobre desecho de
hierro inútil si me alejara de la hoguera divina), las almas correrán
más rápidamente atraídas por el olor de los perfumes de su Amado (Ct 1,4
LXX)...
Madre querida, quisiera ahora deciros qué es lo que entiendo cuando
digo olor de los perfumes del Amado. Puesto que Jesús subió al cielo, no
le puedo seguir más que siguiendo las huellas que él ha dejado, pero,
¡qué luminosas son estas huellas, cuan perfumadas están! No tengo que
hacer otra cosa que poner mis ojos en el santo Evangelio, enseguida
respiro los perfumes de la vida de Jesús y sé por donde debo correr. No
es en el primer lugar, sino que me lanzo hacia el último; en lugar de
adelantarme, como el fariseo, repito, llena de confianza, la humilde
plegaria del publicano. Pero sobre todo imito la conducta de María
Magdalena; su maravillosa, o mejor, su amorosa audacia, que hace las
delicias del Corazón de Jesús, seduce al mío.
Sí, siento en mí que, aunque pesaran sobre mi conciencia todos los
pecados que se pueden cometer, con el corazón roto por el
arrepentimiento iría a refugiarme en los brazos de Jesús, porque se muy
bien cuánto ama al hijo pródigo que regresa a él. No es porque el buen
Dios, en su solícita misericordia, ha preservado a mi alma del pecado
mortal que me levanto hacia él por la confianza y el amor.
in evangelhoquotidiano.org