Fijémonos en el saludo inesperado, tres veces repetido por Jesús
resucitado, cuando se apareció a sus discípulos reunidos en la sala
alta, por miedo a los judíos (Jn 20,19). En aquella época, este saludo
era habitual, pero en las circunstancias en que fue pronunciado,
adquiere una plenitud sorprendente. Os acordáis de las palabras: “Paz a
vosotros”. Un saludo que resonaba en Navidad: “Paz en la tierra” (Lc
2,14) Un saludo bíblico, ya anunciado como promesa efectiva del reino
mesiánico (Jn 14,27). Pero ahora es comunicado como una realidad que
toma cuerpo en este primer núcleo de la Iglesia naciente: la paz de
Cristo victorioso sobre la muerte y de las causas próximas y remotas de
los efectos terribles y desconocidos de la muerte.
Jesús resucitado anuncia pues, y funda la paz en el alma descarriada
de sus discípulos... Es la paz del Señor, entendida en su significación
primera, personal, interior, aquella que Pablo enumera entre los frutos
del Espíritu, después de la caridad y el gozo, fundiéndose con ellos
(Gal 5,22) ¿Qué hay de mejor para un hombre consciente y honrado? La paz
de la conciencia ¿no es el mejor consuelo que podamos encontrar?... La
paz del corazón es la felicidad auténtica. Ayuda a ser fuerte en la
adversidad, mantiene la nobleza y la libertad de la persona, incluso en
las situaciones más graves, es la tabla de salvación, la esperanza...en
los momentos en que la desesperación parece vencernos.... Es el primer
don del resucitado, el sacramento de un perdón que resucita (Jn
20,23).
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